El resto es silencio

22 Mar

 

Tenéis la opción de oír esta conferencia (click play) pues la leí el pasado 25 de octubre en Málaga. También podéis leerla aquí abajo. Las dos versiones se diferencian entre ellas porque he añadido un capítulo dedicado a Bowie en la versión hablada y algunos cambios no demasiados sustanciales. Así que podéis elegir entre las dos, quizá oída os parezca una buena elección.

“La vida sin música sería un error” Nietzsche.

Todo silencio es el reconocimiento de un misterio”. Nabokob.

En el siglo XVI, Marsilio Ficino, filósofo neoplatónico florentino, describió la música como un arte que presenta “las intenciones y pasiones del alma tan bien como las palabras […] y de una forma tan convincente que provoca de inmediato que tanto el intérprete como los oyentes la imiten y representen las mismas cosas”.

En 1621, Robert Burton en su tratado “La Anatomía de la melancolía” (The Anatomy of Melancholy), que medita sobre la capacidad de la música para vencer todas las defensas humanas, dice: “Al hablar sin una boca -la música-, ejerce el dominio sobre el alma y la transporta más allá de sí misma, la ayuda, la eleva, la anima”.

El escritor romántico alemán E.T.A. Hoffmann nos desveló en 1810 que “La música muestra al hombre un reino desconocido, un mundo que no tiene nada en común con el mundo exterior que le rodea y en el que deja atrás todos los sentimientos prescritos para entregarse a un anhelo inexpresable”.

La música puede despertar en nosotros sensaciones que los sonidos del habla no nos producen, por eso se hace tan arduo transmitir lo que sentimos cuando la música penetra en nuestros oídos. Lo que no nos impide, del todo, que podamos hablar o escribir sobre ella concentrando en ideas los sentimientos que nos provoca.

 

El músico norteamericano Frank Zappa solía decir que escribir de música es igual a bailar de arquitectura. Lo que, en sentido estricto, viene a decirnos es que utilizar las palabras para argumentar la música es indicativo de que nos equivocamos de forma expresiva. A pesar de la contundencia de esta aseveración, me he atrevido a poner en palabras una somera recensión de algunos sonidos del siglo pasado, un intento de formulación de los estilos más poderosos de la música clásica y popular. Porque es del todo imposible abarcar el siglo musical en este texto, por lo extenso del tema y mis obvias limitaciones.

El siglo XX ha deparado cambios sustanciales en todos los niveles de la sociedad, en el pensamiento, la política, la técnica y el arte. En cuanto a este último, de sobras es sabida la evolución que ha experimentado en sus múltiples disciplinas. Intentaré señalar algunos momentos creativos, decisivos, que han tenido lugar en estos cien años bárbaros y que tanto han metamorfoseado el panorama del considerado arte total. Hablamos de música y de sus aparentes significados.

 

Toda música impregna el aire induciendo al oyente a sentir sensaciones impalpables pero reales. Tan reales o más que cuando percibimos la belleza de las artes plásticas o la literatura. Francamente, es muy raro encontrar a alguien que no le guste la música, sin embargo también los hay. Por ejemplo, el escultor y pensador Jorge Oteiza rehusaba oírla porque le distraía de sus pensamientos. La música es un arte primordialmente sugestivo, posee una fuerza oculta que empuja a sentir de muchas maneras la belleza a través de nuestros oídos, porque como todo el mundo sabe la música ni puede verse, ni mucho menos tocarse.

Antes de la eclosión de las vanguardias artísticas del siglo XX, la música comenzó su andadura revolucionaria para convertirse en adalid de los cambios que luego influirían en la creación de objetos artísticos, el cine y la literatura. Son muchos los teóricos que la señalan como vanguardia de la vanguardia. No hace falta decir que, mientras la plástica y las letras requieren de un soporte para su percepción, la música solo necesita del aire para mostrarse al mundo, para que pueda percibirse su, digamos, presencia. La escritura, sin embargo, recurre a signos y letras para que el lector pueda percibirla. La música se aprecia sólo cuando es interpretada y reproducida en las grabaciones de los soportes o archivos apropiados. Pero nace del trabajo y la imaginación del compositor que transcribe con las notas en el pentagrama sus construcciones musicales.

 

Un poco de historia vendría bien para situarnos en el tiempo y en el espacio creativo. El territorio histórico y musical que pretendemos abarcar comienza con un atentado terrorista. Por decirlo de una manera amable, la violencia revolucionaria también genera nuevas expectativas artísticas. Nos referimos al asesinato en 1914 del archiduque Franz Ferdinand en Sarajevo -es curioso que 90 años después, uno de los más enérgicos grupos británicos de música pop se pusiera a sí mismo el nombre del finado archiduque­-. Tres años más tarde de que se perpetrara este atentado anarquista, que fue la espita de la Primera Guerra Mundial, los bolcheviques tomarían bajo la férula de Lenin el Palacio de Invierno, y la familia del zar ruso fue cruelmente asesinada para mayor gloria de los soviets. Los comienzos del siglo XX fueron muy ásperos en la relación entre naciones y en todos los órdenes de la sociedad, ocho años antes de todo este lío violento y sanguinario, tan propio de la Europa convulsa de la primera mitad del siglo pasado, Richard Strauss presentó su ópera Salomé en la ciudad austríaca de Graz. A este acto iniciático de la cultura europea asistieron, además de Gustav Mahler y su disoluta esposa Alma, cientos de jóvenes austriacos ávidos por conocer la nueva propuesta del genio musical. Esta representación contó con la presencia, en calidad de personaje anónimo y con tan sólo 17 años, de un tal Adolf Hitler, el cual tuvo que pedir dinero prestado a su familia para hacer el viaje a Graz. No es un secreto que el führer amara la música, esta afición le granjeó el reconocimiento y apoyo de la alta burguesía alemana, austriaca y… otras. Hay que recordar que en aquella época los músicos e intérpretes continentales contaban con seguidores que conocían toda su obra y les seguían en sus estrenos por toda Europa con total devoción, eran lo que hoy llamamos groupies. Salomé es un tema bíblico que un joven escritor irlandés, llamado Oscar Wilde, había reescrito en forma de drama. Tomando este texto como base, Strauss acometió la composición de su ópera y con ella revolucionó algunos conceptos de la música clásica, recurriendo a la atonalidad para descomponer la hegemonía de la tradición de la música convencional. Ni que decir tiene que los comentarios adversos fluyeron con la misma fuerza que los positivos, y que una parte del mundo musical detestó el invento y otra se echó en sus brazos con total entrega, rebelándose contra el pasado porque percibieron que algo se movía en la anquilosada música clásica, aunque realmente no sabían en qué dirección.

 

Dejamos atrás la vieja y muy musical Europa para cruzar el Atlántico. Nos encontramos en los estados sureños de Norteamérica: Blanquísimos campos de algodón se extienden en el horizonte y decenas  de miles de esclavos africanos, arrancados por la fuerza de sus tribus y transportados como animales hasta las plantaciones, recolectan la preciada y suave bolita de algodón. Mientras esto ocurre diariamente de sol a sol, los cantos de sus voces se elevan hasta el cielo. No muy lejos de allí, los colonos, vaqueros y jornaleros tocan sus banjos y violines, rehaciendo la música popular irlandesa y bebiendo whisky de patata. Cuando estos dos estilos musicales se encontraron, una explosión creativa impulsó el motor de la cultura de occidente. Fue entonces cuando nació el jazz, una de las músicas más influyentes y versátiles. Esto ocurrió a finales del XIX y desde entonces se ha ido adaptando a todo tipo de formato musical, ya incorporándose a los repertorios de las orquestas, en solos de voces como los espirituales negros y en grupos de mayor o menor tamaño de intérpretes instrumentales; así como al baile y la ópera. Hay que señalar que la palabra jazz se escribió por primera vez en 1917 y fue sobre la portada de un disco de pizarra.

 

En la Alemania, entonces occidental, los músicos de los años sesenta y setenta fueron la vanguardia de lo que ahora consideramos música electrónica o música tecno y, por muy pesados que nos pongamos al repetirlo, Kraftwerk era el que mejor representaba esta tendencia dentro del pop europeo. Ellos grabaron el sonido del contador Geiger, un dispositivo que mide el nivel de radioactividad ambiental, y con ese persistente ruidito que genera el contador al detectarlo, comenzaba la pieza Geiger Counter de su longplay Radioactivity. Esta propuesta musical, absolutamente popular, significó además una nueva actitud desprovista de prejuicios a la hora de afrontar la creación musical y la utilización de herramientas no convencionales. Fue este el intento más claro de popularizar los sonidos inventados, también llamados sonidos inorgánicos, por las nuevas tecnologías. De hecho, la mayoría de los grupos, electrónicos o no electrónicos, citan como referencia ineludible a Kraftwerk. Desde entonces hasta ahora han ocurrido muchas cosas, casi todas buenas para la electrónica y, en definitiva, para la música. Además, en el panorama de la música sintética todos los estilos tradicionales pueden ser reinterpretados. Una buena referencia son los clásicos que revisó Walter Carlos, antes de convertirse en Wendy Carlos con su reasignación sexual, para La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick. La obra de Beethoven reelaborada por sintetizadores ofrecía una dimensión con la que podíamos acercarnos a los clásicos desde la perspectiva de la interpretación tecno. Al igual que este ejemplo podríamos citar cientos de ellos cortados por el mismo patrón. Actualmente ya no es extraño, sino redundante, oír que tal grupo hace country-tecno o que tal artista de la vieja guardia rockera ha utilizado las más novedosas tecnologías para componer y grabar su última obra con influencias house. El avance de la música tecnificada ha sido imparable y de ello dan buena cuenta los actores de la industria: productores, compositores, disc-jockeys, intérpretes… que se adhieren a las últimas tecnologías sin ninguno tipo de prejuicios. Aquellos que oímos música con cierta asiduidad y nos interesamos por su evolución hemos detectado los cambios que han hecho posible el actual estado del tecno. Desde la invención del moog por Robert Moog hace ya más de cuarenta años, lo que propició la ascensión del rock sinfónico, a la apuesta sintética del tecno alemán en los setenta y del tecno-pop en los dorados ochenta. O más adelante con la utilización del sampler y el bucle como estructura rítmica sobre la que se adhiere una mínima melodía y una batería de efectos sonoros. Por fortuna, ha habido una reconsideración del papel del disc-jockey como incuestionable categoría de músico –el Dj no pincha, el Dj toca-. La tecnología aplicada a la creación musical, con todos sus avatares, ha llevado a los programadores a superarse y crear sofisticadas herramientas para la composición y producción musicales. Con esta actitud han conseguido que el reconocimiento popular de la música electrónica haya sido efectivo y sea actualmente un estilo que lidera la corriente principal de la música popular. Hay que felicitarse también por la postura vanguardista que siempre hemos manifestado los sufridos aficionados al tecno, porque desde hace décadas hemos exigido este cambio conceptual.

El historiador Oriol Rossell documenta que a principios de 1910, la primera máquina creada por los futuristas Russolo y Piatti se llamó el Explosionador, leo su cita: “un dispositivo  que, con la sucesión automática de diez notas completas, emulaba el sonido de un motor. A este artefacto le siguió el Ululador (ululatore), el Gluglulador (gogogliatore), el Silbador (sibilatore), el Crepitador (crepitatore), el Ronroneador (ronzatore), el Rascador (gracidatore) y así hasta completar una formación orquestal completa de intonarumori”. Fin de la cita. Más tarde, en 1919, se creó el famoso theremin que es considerado, erróneamente, como la primera máquina generadora de sonidos inorgánicos.

 

El vocablo música proviene del griego μουσική (mousiké). La raíz etimológica enlaza directamente con la palabra musa. Con ese término se servían los griegos para denominar cualquier tipo de arte. Según la mitología, las nueve Musas, inspiradoras de las artes y las ciencias, eran hijas de Zeus y Mnemosyne, que era la divinidad de la memoria. Los griegos nunca dejan de sorprendernos, eligieron como madre de todas las artes a la Memoria. Y la memoria nos recuerda al poeta Hesíodo cuando escribió en el siglo VII antes de Cristo lo siguiente: “Nueve noches se unió Zeus a Mnemosyne en su lecho sagrado. Pasaron las estaciones y llegó el momento en el que nacieron nueve jóvenes mujeres de iguales ideas y que sólo estaban interesadas por el canto”. También cuenta Hesíodo que la primera de las artes fue la música. Puede que así sea y que, decenas de miles de años antes, el hombre primitivo ya hiciera música a su manera. Hay restos arqueológicos del Paleolítico Inferior, como flautas u objetos de percusión realizados con huesos de animales, que lo demuestra. La música primitiva podría ser, o formaría parte, de alguna actividad ritual realizada para dirigirse a los dioses o, más tarde, celebrar las primeras cosechas y los ansiados partos de animales. Podrían haber sido cortos ritmos percutidos y leves melodías, casi inexistentes. Serían sonidos primitivos parecidos a los de las tribus actuales menos contaminadas por occidente; éstos se han perdido para siempre en las reverberaciones del eco de las cavernas. Ya lo dijo el poeta Rilke: “El hombre prehistórico se hizo un templo en el oído”. Creo que la primera música que oyó el hombre, y la primera que todavía oye incluso antes de nacer, es el ritmo acompasado de los latidos de su propio corazón y los de su madre, mientras vive felizmente sumergido en el líquido amniótico. Ese es el lugar donde habría nacido la música, o al menos el ritmo, y por tanto el irrenunciable deseo de oírla.

 

Acerca de la afición por oírla, algunos dicen que con Bach tienen bastante. Eso parece del todo imposible porque el oído humano es insaciable; siempre habrá alguna melodía que nos atrape o un ritmo que nos haga sentir más allá de El clave bien temperado o las Variaciones Goldberg. Lo que sí es cierto es que hay melómanos que sólo oyen un tipo de música o de una época determinada. Aunque nuestro oído puede estar abierto a todas las músicas y hacer propios millones de estribillos pegadizos que provienen indiscriminadamente de una sinfonía de Mozart, de cualquier tema mediocre de Eurovisión, del sonido de los tambores de las bandas militares, de una pieza instrumental de arpa andina o del bolero más meloso de la historia de la música romántica. Podemos asimilar todos los sonidos del mundo aunque los rechacemos, porque no podemos no oír, el oído no tiene párpados, y la memoria auditiva es muy traicionera, ya que en cualquier momento puede surgir en nuestro interior la melodía más extravagante, más inesperada y radicalmente contraria a nuestros propios gustos. ¿Quién no ha deseado quitarse una horrible canción de la cabeza que le lleva atormentando todo el día? Y por el contrario ¿Quién no quiere recordar aquel tema que tanto echamos de menos y que no nos viene a la memoria por mucho que pongamos empeño en ello?

 

A partir de 1976 la crisis del petróleo hizo crecer desorbitadamente el número de trabajadores parados en Inglaterra. Las industrias pesadas se cerraban, las minas se abandonaron a golpe de decreto gubernamental y el Reino Unido comenzó a despojarse de su tejido industrial que había gozado de gran predicamento en el comercio mundial. Cuanto más bajaba el Producto Interior Bruto más subía el Índice de Precios del Consumo. Las ciudades británicas, especialmente Londres, se repoblaron con los trabajadores desechados por la crisis, se multiplicaron los pueblos abandonados, se empobrecieron los suburbios y el nihilismo se apoderó de las clases medias. ¿Qué teórico del pensamiento habría soñado con la remota posibilidad de una sociedad nihilista? Este hipotético teórico bien pudo ser la futura Lady Thatcher y sus amistades peligrosas, que con el señuelo de la liberalización económica destruyeron la economía productiva y fomentaron la financiera, aquella que no produce puestos de trabajo y sólo multiplica el dinero de los que ya tienen dinero. A estos polvos les debemos gran parte del barrizal en el que estamos enfangados actualmente. El fatal egoísmo del sistema político-económico y la incontrovertible perspectiva de un horizonte vacío hicieron entonces que las innumerables huelgas, los salvajes enfrentamientos con la policía y el consecuente deterioro social destruyeran la esperanza de un país sumido en la debacle económica y moral. En este especial momento estalló el punk, un movimiento incontrolado de jóvenes que hacían música “insoportable e inadmisible” como decía el Times, vestían con una intencionalidad fuera de lo común y gritaban perlas tan definitivas como aquella de No hay futuro; para eso eran herederos directos del Situacionismo francés del mayo del 68. El punk canalizó su rabia impulsándola hasta las listas de éxitos, porque no debemos olvidar que hablamos de Inglaterra, la cuna de la industria del pop. En el plano estrictamente musical, fue una impactante respuesta al stablishment de la industria discográfica y a los grupos, ya entonces, denominados dinosaurios del rock; piénsese en The Rolling Stones, Pink Floyd, Led Zeppelin y sus derivados. De lo que el punk ha supuesto de abrasivo y renovador para la música, pueden darse millones de ejemplos. Pero la energía punk, la más política, se dirigía hacia las altas esferas del poder, tocando directamente a la cabeza del Estado, el gobierno y la Iglesia Anglicana. Por eso los Sex Pistols estuvieron vetados en la radio, en la televisión y finalmente se les prohibió “tocar en cualquier lugar de tierra firme”, el entrecomillado pertenece a la sentencia que dictó el juez inglés que los censuró. Pero la revolución punk poseía una astucia ingenua y a la vez muy hábil: el día del jubileo de la reina hubo un pomposo ceremonial de la realeza cruzando el Támesis, al que se adhirió con carácter falsamente espontáneo una barcaza llamada irónicamente Queen Elizabeth. Entre los tripulantes estaban John Lydon, Sid Vicious y el resto de Sex Pistols junto con su mánager, el pirata anarquista Malcolm McLaren. Desde la inestabilidad de la barcaza punk tocaron a todo volumen una canción dedicada a la reina: God save the Queen (“she´s a morron…”) Dios salve a la reina (“es una petarda…”)-. Después, como se podrán imaginar, llegó la policía, y el movimiento punk se colgó con honores la medalla antisistema, sin sospechar ni remotamente que los verdaderos antisistemas eran los mismos que lo estaban desmontando desde el poder. Hay que recordar las declaraciones de la, nunca mejor llamada, Dama de Hierro en las que repetía hasta la extenuación que “la sociedad no existe sólo existen los individuos y la familia”. Por cierto, se hace difícil olvidar la admiración que le profesaba Felipe González.

 

Según declaraciones de David Byrne, cantante y compositor del desaparecido y añorado grupo de pop norteamericano Talking Heads, las grandes músicas provienen de la emigración o de la esclavitud. Y en el barrio neoyorkino de Harlem se dieron estas dos condiciones, los descendientes de los esclavos africanos y los emigrantes europeos -la sal de la Tierra-. Por eso es históricamente el barrio del jazz. En Harlem los estilos, formas, adaptaciones y demás interpretaciones de la música negra han sido innumerables. Los felices años veinte apostaron por el jazz proyectándolo a la mayoría de la población, y la masa a través de la radio vibraba, bailaba y vivía con el jazz. De entre los nightclubs de Harlem donde actuaban exclusivamente artistas negros, y en los que paradójicamente les estaba prohibida la entrada, resalta por conocido el llamado Cotton Club, El Club del algodón. Nombrado de tan acertada manera que parece extraída del más ácido humor negro. Coppola nos contó muy bien los avatares musicales de esa época dorada en un club también dorado. Pero el jazz luchó por ser considerado música culta, una música que se prestaba a la improvisación y no tenía que ser bailada ni dramatizada, sólo oída, pensada y tal vez considerada como la más creativa y evolucionada de todas. Esto ocurrió a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta con artistas como Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Miles Davis que abandonaron Harlem para irse a tocar a la Calle 52 lo que los críticos denominaron cool-jazz o jazz elegante. De esta manera comenzó a intelectualizarse la música negra, convirtiéndose en recurrente tema de conversación entre la élite de la alta cultura europea y americana, e influyendo decididamente sobre ambas. Una de las vertientes que más tarde adoptó el jazz fue el soul, en lo que parece un reformulación de la música cantable y bailable. Las estrellas de soul poseían voces poderosas e iban acompañadas de orquestas que interpretaban potentes ritmos con gran sección de instrumentos de viento, muy adecuados para el desenfreno del baile. El soul re-popularizó la cultura negra, e incluso se convirtió en un movimiento reivindicativo que recuperó sus raíces africanas. El soul junto con el funkie desinhibían a los bailongos invitados al baile tribal ya electrificado. De esta manera nacieron las discotecas, supervivientes templos del baile a partir de los años sesenta. Tendremos un obligado recuerdo para el más grande intérprete de soul, el irrepetible James Brown, que se hizo velar de cuerpo presente en el Teatro Apollo, cuna de artistas de la talla de Aretha Franklin, llamada con acierto la Reina del soul, o del extinto Michael Jackson,  llamado desacertadamente Rey del pop.

 

Excepto los pájaros y algún que otro animal despistado, el hombre es el único fabricante de música sobre la Tierra. Por tanto podemos considerarla como un distintivo de lo humano. Es harto comprobable que existen nexos entre la música y el culto religioso, estos tienen lugar desde que comparecen vestigios de presencia musical en la Prehistoria. Para ciertas creencias, ya desaparecidas, la música fue también una invocación a los muertos, una exquisita manera de comunicarse con ellos. Escribió Levi-Strauss, en su prólogo de Lo crudo y lo cocido, que si se desvelara el misterio de la música quizás podría darse un gigantesco avance en el conocimiento del espíritu humano inconsciente. Lo que nos lleva a preguntarnos si la música pertenece al inconsciente. O más bien: ¿Se desarraiga de la inconsciencia para posarse con autoridad en la conciencia del ser humano? Lo que sí nos atrevemos a asegurar es que la invención de la música tiene su arranque en el momento en que el homínido cobró condición humana. Por otra parte, las religiones no han podido sustraerse a su poder como eficaz instrumento adoctrinador y vigorosa técnica de acercamiento a Dios. Sostiene Wikipedia que el canto llamado gregoriano, inicialmente canto cristiano, es un tipo de canto llano utilizado en la liturgia de la Iglesia Católica como una especie de oración. También dice que sus orígenes deben rastrearse en la práctica musical de la sinagoga judía y en el canto de las comunidades cristianas primitivas. El personaje histórico que puso cierto orden en el bagaje de la música sacra fue Juan el Diácono en el siglo IX, el primer historiador de la música del que tenemos noticia. Citaré al siempre sorprendente Agustín de Hipona cuando dijo en sus Confesiones, que… “El que canta bien, reza dos veces”.

 

Mientras sobrevenía la revolución de las flores, puesta en marcha por el movimiento hippy en los campus universitarios de California, en un almacén abandonado de una calle abandonada del frío Nueva York nacía The Factory, la empresa, taller, estudio y sala de estar de Andy Warhol. Unas calles más arriba, la banda denominada The Velvet Underground actuaba en el club Max Kansas City, rodeada de viejos roqueros que les arrojaban latas de cerveza vacías. Corrían los sesenta y la Velvet, conocida en España de esta manera, estaba compuesta por al menos dos brillantes artistas: de una parte Lou Reed, poeta en ciernes, guitarrista y compositor, y por otra, John Cale, músico intelectual alumno de John Cage y admirador de otros artistas minimalistas yanquis. Lou Reed hacía canciones y John Cale las destrozaba. El uno creaba melodías quebradizas y ritmos atemporales y el otro les daba la pátina de la distorsión y la atonalidad. Entre los dos desafiaron los pilares de la música joven, a saber: la de los hippies y los rockers. En un principio esta situación les hacía sentirse solos ante la audiencia. Por afinidad hicieron migas con Warhol y su extraviada pandilla de artistas, gente guapa, trastornada o adinerada. De este encuentro nació un espectáculo de pop underground que luego ha sido repetido, cuando no plagiado, por artistas conceptuales y músicos vanguardistas de todo pelaje. El show se llamó The Exploding Plastic Inevitable, La inevitable explosión plástica. Esencialmente consistió en que mientras la Velvet interpretaba sus turbios y desesperados temas, Warhol proyectaba sus películas y experimentos lumínicos sobre el grupo; a la par, Edie Sedgwick con Gerald Malanga vestido de cuero negro bailaban la Danza del látigo. Un espectáculo, como mínimo decadente, que fusionó varias disciplinas creativas para nutrir culturalmente al underground neoyorkino. Las guitarras repetitivamente arrastradas de Reed y la viola distorsionada de Cale erraban sobre la estructura rítmica de bajo y batería, dando la sensación de que el mundo se acababa en ese instante. Las luces estroboscópicas y las proyecciones de edificios, rostros y cuerpos desnudos ilustraban el escenario, llevando a la audiencia hasta el paroxismo. La cual, cansada de conciertos estandarizados de roqueros y psicodélicos, abrazó el show como el hito cultural del momento. De The Velvet Underground ha habido comentarios para todos los gustos, lo que sí es cierto es que su música, sucia y luminosa a la vez, con su puesta en escena, oscura y febril, aun son reconocidas y admiradas por creadores de todas las disciplinas artísticas. Cincuenta años después han quedado un montón de canciones que forman parte del bagaje universal y son reliquias de la cultura popular.

 

Oh qué cosa más linda, tan llena de gracia…” Así traducimos un verso de una de las letras más tarareadas, cantadas y versionadas del mundo: La chica de Ipanema. En 1962, con la voz de Vinicius de Morais y la guitarra de Antonio Carlos Jobim nació la bossa nova, quizá una de las músicas más bellas del mundo. Tan bella como Helô Pinheiro, la mujer que inspiró la canción que inicia este movimiento musical. Brasil es un país profundamente musical, su gran extensión geográfica permite miles de estilos diferentes que abarcan con naturalidad los folklores aborígenes, los ritmos aportados por la esclavitud africana y la elaborada música clásica. La cadencia con la que se articula el idioma portugués en Brasil hacen de esa lengua una de las más agradables al oído, especialmente cuando es musicalizada. Antes de la explosión de la bossa nova, el país había dado músicos clásicos internacionales como Vilalobos, pero a finales de los cincuenta y comienzo de los sesenta algo ocurrió en los chiringuitos playeros de Río de Janeiro. Los historiadores de la música señalan al jazz norteamericano como detonador de este nuevo estilo que, previa fusión, nació de los jóvenes autores cariocas. La bossa nova es, entre otras cosas, la incorporación del susurro y el down tempo en la música popular brasilera, con reposados toques de jazz a lo Chet Baker, sin alardes y muy minimalista. La internacionalización de la bossa partió de una versión que hicieron de Garota de Ipanema Joao Gilberto, su esposa Astrud y, el coautor del tema, Antonio C. Jobin, en una histórica grabación realizada en los Estados Unidos. Meses más tarde se dio a conocer en todo el mundo occidental y Frank Sinatra hizo su propia versión de la que vendió millones de copias. La bossa es una música de pocos acordes y cantada con voz susurrada amablemente que envuelve a los oyentes en una dulce y discreta brisa marina. Es una música sencilla, no simple, y se aprecia mejor desde la intimidad de la escucha, aunque en los conciertos funciona casi de la misma forma. El arquitecto y melómano Salvador Moreno Peralta dice que «no posee acordes simples, pueden serlo sus melodías, pero sus armonizaciones son endiabladas». Oír bossa nova nos trasporta a un espacio musical que se relaciona exclusivamente con los sentidos. No nos exige pensamiento, no hace falta entenderla porque se oye sola. Su influencia ha sido imponente pero a la vez discreta, como si no se notara. Son muchos los artistas de jazz, pop y música ligera que recurren a ella para la creación de sonidos dulces y temas inolvidables. La bossa nova, como cantaban Vinicius de Morais y Antonio Carlos Jobim, es “…linda y llena de gracia”, y además en estado de gracia que hoy celebramos oyéndola 50 años después de su creación.

 

Como todos los inviernos, el de 1985 también fue frío y ventoso en Chicago. Al abaratarse la tecnología del sonido gracias a la arrolladora industria japonesa, los discjockeys de la ciudad experimentaban en sus propias casas con nuevas mesas de mezclas y cajas de ritmo. Con dos platos, siempre de la marca Technics, a los que le añadían una línea para el micrófono, jóvenes negros hartos del sonido disco, que desde los 70 imperaba en las discotecas, retomaron la música de baile a la que añadieron sonidos electrónicos sampleados de bandas europeas de la cool wave -ola fría-, como Depeche Mode, Ultravox, New Order, The Human League y naturalmente Kraftwerk. Comenzó la utilización del sampler, que consiste en tomar prestados sonidos ajenos y manipularlos e incorporarlos a nuevas piezas musicales basadas en el soul y el funkie disco. De esta mezcla aparentemente contradictoria nació uno de los ritmos más eficaces de la música de baile. Le llamaron house porque, como hemos contado anteriormente, estaba hecho en las casas de los discjockeys, y la primera discoteca donde se oyeron y bailaron los nuevos temas house fue The Warehouse. Estas mezclas caseras, grabadas en casetes, eran pinchadas después en los templos del disco dance. Mi contacto personal con estos Djs, se limitó a unas llamadas telefónicas desde Madrid a Chicago. En conversación con un tal Rocky, le solicité discos de house con el argumento de que en Europa no se podían conseguir y era un sonido absolutamente desconocido, además queríamos hacer un reportaje para nuestro programa La Realidad Inventada de Televisión Española. Y así era, porque entonces apenas se tenía noción de este incipiente movimiento musical a este lado del Atlántico. Cuando llegó el paquete postal desde Chicago a Prado del Rey, estaba lleno de sellos con la bandera de los Estados Unidos y con las esquinas rotas. Al abrirlo, como el que abre el cofre de un tesoro, encontré unos veinte maxisingles, a los que acompañaba una nota manuscrita en la que Rocky me decía que aquel envío era todo lo que habían prensado en vinilo hasta entonces. Inmediatamente organizamos una fiesta, quizá la primera fiesta house del continente con policías municipales incluidos, cortesía de mis indignados vecinos. Para muchos fue estremecedor oír aquellas bases rítmicas sincopadas con los bajos bien marcados y sobre las que se distinguían con insistente claridad las apropiaciones del techno europeo. Oír y bailar aquello fue una revelación, una nueva caída del caballo.

Sin embargo, poco después, un día de verano de 1986 en la discoteca Fringe de Londres los discjockeys se esmeraban por pinchar house pero no tenían material suficiente. Cada veinte minutos repetían el mismo contenido con el orden alterado y recurrían a piezas techno de grupos europeos para demostrar de donde procedían las raíces electrónicas del house y rellenar la sesión. Fue una situación un tanto patética contemplar la impotencia del discjockey, porque todavía era demasiado pronto. Como la industria del pop británico se apropia de todo, al poco tiempo empezaron a generarse noticias y discos de un movimiento que se llamaba acid house, el cual adoptó como símbolo un simpático dibujito utilizado por los hippies de los sesenta, y al que llamaban Mr Smile, el señor Sonrisa. En cierto modo fue la manera más eficaz que encontraron los británicos para trivializar el house de Chicago, vulgarizándolo hasta convertirlo en una música de más fácil consumo. Cuando ya todo el mundo estaba cansado de postpunk y tecnopop, la marea house recuperó el goce del baile e infundió renovada y positiva actitud, abandonando la oscuridad musical dominante. De su arrolladora influencia en la sociedad, surgieron los clubbers kids, una nueva tribu urbana que ya no vestía de negro riguroso y bailaba de club en club hasta caer rendida. De ahí su nombre: los chicos de los clubs. Pero sobre todo se normalizó un movimiento imparable que ha adquirido grandes proporciones hasta abarcar prácticamente todo el espectro musical de nuestros días. Es lo que llamamos con naturalidad música tecno. Por fin llegó el sentido común.

 

                                                                                                                          Continuará….

 

13 respuestas to “El resto es silencio”

  1. antonio villalobos marzo 27, 2013 a 12:17 pm #

    y que bien sonaba Beethoven en «la naranja mecánica»…..yo te comento lo que dice Freud sobre el Arte en general: que son manifestaciones culturales, propias por tanto del hombre y no de los animales y constituye una fuente de goce consciente, aunque el origen sí que es incosciente como todo lo intelectual-cultural, procede exactamente de deseos reprimidos y que afloran sublimados en forma de Cultura…

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  2. Miguel García Vázquez May 14, 2013 a 6:47 pm #

    ¡Vaya viaje!

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    • luisojuis May 15, 2013 a 9:35 am #

      Esta es la primera parte del viaje, estoy preparando otra. En cuanto la acabe la publicaré.

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      • Anónimo octubre 7, 2023 a 5:17 pm #

        No la encuentro… ¿La publicaste alla fine?

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  3. javier dominguez junio 4, 2013 a 6:52 pm #

    Como dice Miguel, ¡ VAYA VIAJE !. Bueno y es que esto de la música es LA HISTORIA INTERMINABLE y no existe ni jamás existirá un tratado documentado sobre algo que no se puede explicar con palabras ni con letras ya que la MUSICA es un arte insuperable; cada día descubro algo nuevo, los cantos gregorianos del Padre Soler tocados y cantados en Segovia, el album «CLIC» de Franco Battiato (1974) con variaciones tecno sobre el musico Stockhausen, TIJUANA MOODS de Charlie Mingus (l957), las jams sessions de los festivales de jazz en la Riviera Francesa, etc.etc. Tanta belleza para el oido y el alma que no tengo tiempo material para escuchar todo lo que quisiera. Quedo a la espera de la segunda parte del magnifico viaje Luis.

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  4. luisoj junio 5, 2013 a 10:14 am #

    Gracias Javier por tu generoso comentario. Lo comparto de pé a pá. Pero sí hay mucha literatura sobre la música. Libros que ayudan a esclarecer sus misterios. Textos que recurren a la historia para enseñarnos a entenderla. Y cuando citas a músicos y músicas que para algunos puede parecer contradictorios, hay que acordarse de Simon Jeffes, líder de Pengüin Cafe Orchestra, cuando decía que si echas abajo los muros que separan los estilos musicales, encontrarás un lugar maravilloso donde todos los sonidos fluyen. Por cierto, Battiato fue premio Stockhausen en 1978. Y en mi blog hay una microentrevista con él. Échale un vistazo. Gracias de nuevo.

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  5. joseluis817 septiembre 4, 2013 a 6:52 pm #

    Encantadora historia hecha de historias, que al leerla más me parece estar viéndola y oyéndola. Tu cita de Oteiza me ha hecho pensar que su concepto del ser-estético (Popayán 1944): la pequeña presión de los sentimientos sobre el ser-plástico (que en el caso de la música, puede ser la partitura o un tema o unos acordes)- explicaría por qué cada interpretación es una obra de arte única. Y también, que el vaciamiento del espacio, que según Oteiza desemboca en estética existencial como comportamiento improvisado y libre, tendría su mejor manifestación en ese río que describes, comenzando en el jazz hasta los Dj (que no pinchan sino tocan). Oteiza lo vislumbró en los bertsolaris pero se quedó muy corto. Buscaba una antropología vasca y su mirada a un árbol le impidió ver el bosque de lo humano que tenía delante.

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    • luisoj septiembre 5, 2013 a 10:28 am #

      Querido José Luis, hace unos días releí el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa, especialmente la voz Música donde dice «La música es tiempo….» Te lo recomiendo encarecidamente pues hila con tu comentario totalmente. Gracias por leerme.

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      • joseluis817 septiembre 11, 2013 a 9:13 pm #

        Rápidamente he conseguido el libro de F. Azúa. Me gusta mucho y recojo esta frase: “Como en las restantes artes, también en la música la Idea devora la Obra”. Sí, pero sólo si el intérprete se conforma con eso. Porque basta una pequeña presión de sus sentimientos para hacerla renacer. Puede que el arte esté muerto; pero importa más lo que al nacer traemos bajo el brazo izquierdo y que, al crecer, no todos pierden.

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  6. luisoj septiembre 16, 2013 a 6:31 pm #

    Desde que la idea ha sustituido al arte los artistas hacen filosofía o política o cualquier cosa, por tanto debemos estar alerta para cuando el arte regrese.

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  7. iago lópez junio 5, 2015 a 3:12 pm #

    Excelente texto/conferencia, Luis! Espero ansioso la segunda parte. Y tal vez tenga que insistir con la música tecno, que siempre se me ha resistido….no sabía que fueses un pionero de la difusión del house en el continente.

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    • luisoj junio 5, 2015 a 5:03 pm #

      Yo tampoco lo sabía. En cualquier caso, ocurrió de manera azarosa.

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