Treinta y cinco años después de su estreno, al fin he visto Let Get Lost de Bruce Weber, una especie de documental sobre la vida atribulada de Chet Baker, uno de los músicos a los que tengo alta estima. Aún recuerdo la publicidad de su estreno en cines sobre las páginas de la revista británica The Face y la neoyorkina Interview a finales de los 80. Me ha gustado ver a Baker bajo la óptica de Weber, para mí dos representantes de mundos antagónicos unidos por la música.
Un personaje, Baker, que mejor no habérselo cruzado en la vida, porque tenía muy desarrollada una tendencia natural para destruirse a sí mismo y de paso a los que revolotearan a su alrededor. En fin, que todo lo que tocaba lo jodía, menos la trompeta, pero todo es posible. Con un gran poder de seducción en la vida y en el escenario, se hundió en los infiernos de la droga y el abandono, sufriendo una muerte tan dura y estrepitosa como su propia vida exigía. Pero durante su existencia fue capaz de llevar el jazz a una de sus cumbres artísticas más extraordinarias con su voz susurrante e inconfundible y el sonido melancólico de la trompeta que siempre le acompañó.
En mis conversaciones con el cineasta y músico Jesús Franco, hace unos veinte años, me preguntó en una ocasión si conocía a Chet Baker. Por supuesto, le dije, siempre me había fascinado su voz y su trompeta, que en cierto modo eran tan parecidas. Entonces me regaló un CD con canciones que yo no conocía de Baker, de vez en cuando me regalaba CDs que él mismo pirateaba. Me contó, además, que en salvajes noches parisinas se veía mucho con él y acabó comprándole una trompeta porque se la habían robado. En esa época ya estaba sin dientes y, por lo que contó Jesús, sin trompeta; él dudó si comprarle el instrumento o pagarle la factura del dentista. También le costaba creer que se la hubiesen robado y que lo más probable es que la hubiera cambiado por droga. Al fin y al cabo, la trompeta de Chet Baker tendría un especial valor en el mercado negro parisino de la heroína.
Por cierto, el documental de Weber es más que recomendable. El tiempo no ha hecho mella en él y retrata muy bien la irretratable pero «fotogénica» vida llena de adicciones y defectos, así como el abandono de sus hijos, esposas y amantes, las traiciones a sus amigos… hasta quedarse totalmente solo. Y a pesar de tantas turbulencias y constantes problemas de salud, Baker fue capaz de relacionarse con la música mejor que con cualquier ser humano y eso queda más que probado en toda su discografía y, por supuesto, en Let Get Lost.
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